Nos reunimos a celebrar nuestro Aniversario patrio, esta vez el número doscientos dos. Damos gracias a todos aquellos hombres que lucharon por nuestra libertad y por los que a lo largo de estos años ayudaron a forjar la identidad de nuestro país.
Hoy, 26 de julio, la iglesia universal celebra la fiesta de San Joaquín y Santa Ana. Ellos eran nada menos que los abuelos de Jesús, los padres de la Virgen María. No consta explícitamente en el Evangelio, pero la tradición de la Iglesia, desde hace siglos, considera importante mostrarnos a Jesucristo -verdadero Dios y verdadero hombre- arraigado a una familia y a una tierra determinada. Jesús tuvo una familia, tuvo una patria a la que amó. Por eso, me pareció conveniente el día de hoy hacer alguna reflexión entorno al AMOR a la PATRIA y el amor a nuestro país.
La tierra, para los israelitas, ocupó un lugar importante en su fe y en su esperanza. El exilio no hizo sino avivar el aprecio de los judíos a su patria: A orillas de los ríos de Babilonia estábamos sentados y llorábamos, acordándonos de Sión (Sal 137, 1). Era la «tierra prometida» por Dios.
También Jesús tuvo estos sentimientos hacia el pueblo de Israel, al que perteneció, y hacia Nazaret, donde había crecido y trabajado. Jesús amó a esta patria con todo el corazón. Relata san Lucas que al final de su vida aquí en la tierra, ante la vista de Jerusalén desde el Monte de los Olivos, al acercarse y ver la ciudad, lloró por ella: ¡Si también tú conocieras en este día el mensaje de paz! Pero ahora ha quedado oculto a tus ojos (Lc 19, 41-42). Jesús amaba aquella ciudad a pesar de los pesares.
A través de los Evangelios podemos conocer que Jesús estimaba de modo particular las tierras de Galilea. Allí se sentía como en casa, se identificaba con los modos de ser y de hablar de aquellas gentes, conocía muy bien los dichos propios de esta región, sus costumbres y tradiciones. En sus parábolas se nota el gusto con que describe los detalles de la vida cotidiana, los pormenores y circunstancias de la vida familiar y del trabajo. El Señor amaba su «tierra chica», y durante los años de vida pública vuelve una y otra vez a esas tierras: en aquellos collados, en aquellas tranquilas orillas, Jesús conoció, sin duda, la dicha.
Esto que ocurría con Jesús, pasa también con nosotros y todas las personas normales. Existen en la naturaleza del hombre unos lazos que le unen con la tierra y el lugar. El carácter social de la persona imprime un vínculo con la patria donde se ha nacido y en la que se han adquirido una lengua, una historia y muchas tradiciones, una cultura, unas costumbres. Estos bienes y valores proporcionan una visión de los hombres y del mundo que, con las diferencias propias de cada uno, une entre sí a los hombres y mujeres de un mismo país.
En cada uno de nosotros los vínculos con nuestra tierra y sus valores son reales. Por esto la fidelidad a la patria es virtud, y el afecto a la patria es algo bueno, muy bueno. Santo Tomás la considera como un aspecto de la virtud de la piedad.
Ocurren extremos en los que este afecto natural se desvirtúa: el nacionalismo, viene a ser el convencimiento de que la propia nación es superior a todas de las demás y los otros pueblos son de categoría inferior. Cuando esta exaltación se plasma en actuaciones beligerantes se quiebra la unidad entre los ciudadanos, se rompe el equilibrio social y aparecen conflictos.
Lo contrario es la indiferencia o el desprecio de los valores propios, y en circunstancias determinadas la traición, la deserción, la deslealtad. Este vínculo, que es natural y social simultáneamente, reclama unos actos y un comportamiento propios y adecuados. Como ciudadanos de un país, estamos ligados a él por un sistema jurídico, por las leyes, por vínculos históricos y también afectivos.
Formamos parte de esa multitud a la que se llama en ocasiones «los ciudadanos de a pie», que han nacido en la ciudad o en un pueblo y, salvo que se hayan marchado pronto de allí, guardan el recuerdo de los primeros pasos, del primer colegio, de los amigos de la infancia. Y esta memoria, más o menos grata, imprime afectos que perduran.
El amor a la patria es virtud natural cuando se plasma en actos concretos. Este afecto suele permanecer implícito o escondido, se mantiene guardado hasta el momento en que surge una circunstancia determinada que lo sitúa en primer plano. No solo cuando nuestra selección de fútbol juega para ir al mundial; también cuando se está lejos, cuando se establecen comparaciones con las costumbres de otros países, o se cae en la cuenta del gran valor de nuestra cocina peruana, del arte y la cultura propios y, de repente, nos sentimos honrados por ello. Y lo mismo por los hechos gloriosos de los héroes nacionales.
El amor a la patria tiene un lugar importante en la vida de una persona, como el amor de los hijos hacia su madre: la «madre patria», se dice con frecuencia.
Quizá este afecto se hace más vivo y requiere obras más comprometidas en situaciones extremas: en caso de guerra el amor a la patria se debe hacer explícito. Y, aunque la guerra es siempre algo terrible que debe evitarse, en el caso de ocurrir, la respuesta no debería ofrecer dudas: se responde a la llamada a filas, se defiende el territorio, se lucha, se obedece a la autoridad, se mantiene uno en su puesto sin desertar, se evita toda traición.
Son muchos nuestros compatriotas, a lo largo de nuestra historia, que no han dudado en entregar su vida por amor a la Patria: Miguel Grau, Francisco Bolognesi, Alfonso Ugarte y muchísimos más. Han sido personas virtuosas que han sabido valorar su propia vida y el país que la hizo posible.
Son otras manifestaciones: el cuidado de la naturaleza del propio país, la admiración por sus pueblos y el carácter de las gentes, el conocimiento de la historia, la literatura y el arte. La globalización y el interés por otras culturas no deberían llevar a despreciar o minusvalorar la propia.
Una manera concreta de amar a nuestra patria es preocuparse por el bien común. Es decir, de ese conjunto de circunstancias materiales que permiten que las personas y la sociedad se desarrollen adecuadamente. Y eso lleva consigo la necesidad de participar en la vida política del país. No es correcto decir: “yo no me meto en la política”. Cito unas palabras de San Josemaría que nos ilustran esta idea: “Es frecuente (…), aun entre católicos que parecen responsables y piadosos, el error de pensar que solo están obligados a cumplir sus deberes familiares y religiosos, y apenas quieren oír hablar de deberes cívicos” (Carta, 9-I-1932, n. 46.). “Política, en el sentido noble de la palabra, no es sino un servicio para lograr el bien común de la Ciudad terrena. (…) es en el terreno político donde se debaten y se dictan leyes de la más alta importancia, como son las que conciernen al matrimonio, a la familia, a la escuela, al mínimo necesario de propiedad privada, a la dignidad –los derechos y los deberes– de la persona humana” (Carta 9-01-1932, n. 42). Vemos pues que esa es una manera de manifestar nuestro amor a la patria.
Es por tanto un deber cívico defender las raíces cristianas del Perú y para ello se ha de buscar la ocasión de, en la medida de lo posible, participar en colegios, asociaciones profesionales, juntas de vecinos, corporaciones municipales, sindicatos, redes sociales, etc. Un cristiano no puede ponerse al margen ni desinteresarse por esta realidad.
Queremos en estas fiestas patrias, revitalizar y fortalecer nuestro amor a la patria, para que sea afectivo y efectivo. Con nuestro compromiso ayudemos a superar las muchas dificultades de nuestro país. Que no convirtamos en instrumentos de unidad y como siempre repito “sembradores de paz y de alegría”.
Que Dios ayude a nuestra patria, que inspire a nuestros gobernantes y que acoja en su seno a todos los que forjaron nuestro país.
¡Que viva San Vicente de Cañete, Yauyos, Huarochirí, que viva el Perú!
¡Felices Fiestas Patrias a todos!
San Vicente de Cañete, 26 de julio de 2023
Monseñor Ricardo García García, Obispo Prelado de Yauyos